Entre las muchas enseñanzas que nos dejó don Rafael Saralegui, como socio del CIHF, rescatamos ésta, que nos contó allá por el 2004:
Uno de los momentos más sublimes del fútbol es la conversión de un gol. Lo festejan los jugadores y los hinchas. Cada uno a su manera. Incluso los festejos fueron cambiando en las diferentes épocas. De eso trata esta nota, que agrega una perla: la de un jugador que no festejó su gol porque consideró que fue mera casualidad.
Entre las muchas y significativas diferencias existentes entre los espectáculos futbolísticos del pasado y los de hoy en este país, el rubro condimentos ocupa un lugar no desdeñable.
Según la vigésimo segunda edición del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, el vocablo condimento equivale a “aquello que sirve para sazonar la comida y darle buen sabor”, definición vinculada estrechamente con la gastronomía pero igualmente aplicable al fútbol.
Este juego -¿sigue siendo un juego?- tiene muchas facetas que condimentan apropiadamente los espectáculos. El festejo del gol, por ejemplo, constituye una de ellas. Filmaciones y fotografías del ayer -también retazos de la memoria, en el caso de quien escribe- nos remiten a celebraciones mayoritariamente sobrias, en las que los integrantes del bando favorecido por una conquista levantaban sus brazos, corrían a abrazar al autor y, casi como excepción, el exceso de entusiasmo terminaba con todos en el suelo.
Aquella moderación, despojada de adornos superfluos, ha dado paso a numerosas manifestaciones de histrionismo, que incluye a cultores de cabriolas acrobáticas que arremeten con vueltas carnero, pasos de baile a cargo del goleador- solo o acompañado por algún compadre- generalmente de cumbia y nunca de tango o chacarera, enloquecidas trepadas al alambrado, corridas con el torso desnudo y la casaca enarbolada en la mano, enternecedores ósculos a la transpirada camiseta, zambullidas colectivas a imaginarias piscinas de césped, algún manotazo al banderín del córner y al palo que lo sostiene, exhibición de nombres y rostros muy cercanos a los sentimientos de portadores de prendas disimuladas bajo la camiseta del club que levantan hasta taparse el rostro para que las cámaras de televisión inmortalicen tales preferencias afectivas.
Se ha dicho, acaso con razón, que el del gol es el grito del alma, del alma de los jugadores y del alma de los hinchas. Un desahogo único, una felicidad única...
¿Todos los goles son acreedores al mismo festejo? Seguramente no. El de Maradona a los ingleses, por ejemplo, merece una celebración cuyos ecos en la Argentina aún no se han silenciado, pero el gol de Talleres en la cancha de Boca el domingo 4 de abril, un “blooper” de Abbondanzieri, sólo será recordado por constituir una rareza, sin ningún parentesco con la exquisitez que levanta el clamor general o una ejemplar elaboración colectiva.
Nadie mejor que los goleadores para saber si un gol debe festejarse a grito pelado o sólo con una sonrisa si algún factor ajeno a sus condiciones o a su intención envía la pelota a la red enemiga.
Un gol sin festejo
He aquí un caso que en este fútbol de hoy es difícil imaginar: el 26 de septiembre de 1944 Temperley visitaba a Los Andes porque así lo determinaba la fecha número 26 del Campeonato de Segunda División de Ascenso. El huésped se impuso por 3 a 0, con goles de Flores, Passeri y Rivera, en ese orden.
Heriberto Flores, iniciado en las divisiones inferiores de Independiente, era el wing derecho de Temperley y el capitán del equipo. Se caracterizaba por la potencia de su remate y su aversión a cabecear.
A los 35 minutos del primer tiempo, Flores intentó ejecutar un centro, la pelota describió una extraña parábola, dio en un brazo del sorprendido arquero local Alberto Martinuzzi, surgido de la tercera división de Racing, y se introdujo en el arco.
Se trataba de la apertura del marcador contra el clásico rival de barrio, que lo aventajaba en la tabla de posiciones, en su casa, es decir, había motivos para el júbilo de los celestes. Consecuentemente, los compañeros del rubio goleador corrieron alborozados a felicitarlo pero se encontraron con un hombre que rehusaba las congratulaciones porque a su juicio el gol había sido casual. En este caso, Flores había sido su mejor juez: no hubo mérito de su parte, no merecía la felicitación.
Una actitud de esta naturaleza tal vez se comprenda mejor si se repara en que Flores fue un ejemplo de caballerosidad a lo largo de su dilatada campaña en Temperley.
El fútbol era un auténtico juego.
Foto gestionado por Mariano Volcovich (socio del CIHF) y enviada por familiares de don Rafael, a quienes agradecemos su colaboración.
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