“Y cuando un futbolista es aplaudido desde la tribuna del respeto hasta por la hinchada rival, no le queda nada más por hacer dentro del campo”. Un relato del periodista, Fernando Tebele, de actuación en varios medios gráficos y, principalmente, radiales. Entre 1998 y 2001 publicó sus cuentos en la ya desaparecida revista mensual “El Tablón”, que luego reunió en un libro titulado “Detrás del arco”. En el prólogo el periodista Ariel Scher señala: “Tebele diseña una cancha donde cabe todo. En su equipo están la creatividad y la esperanza. Él sabe cómo es el juego”.
Por Fernando Tebele.
Si hay algo sobre fútbol que saben hasta los que no saben, es que el diez suele ser el más habilidoso del equipo. Y que no cualquiera juega de diez. Como si la camiseta pesara más por guardar dos números en su mochila y le llevara al once, como distancia, la gordura y la redondez del cero abrazador.
Martín Eduardo Ferrandón había sido el más habilidoso de ese equipo durante siete temporadas. Jugar en aquel club con tanta historia fue una tarea incómoda para muchos. Ferrandón se calzó la diez en la C, en la B, y en la efímera ilusión de su única temporada en la B Nacional. Y más allá de las lagunas en las que bucean los grandes como él –los que juegan mal ni siquiera tienen lagunas–, y de las lesiones fastidiosas que frustraron algún pase, se las ingenió para demostrar cada sábado por qué los vitalicios que veían los partidos arañando el alambrado, que habían visto a glorias como Marcos Garronde o Agustín Maresqui –grandes, engrandecidos aún más por el paso de los años–, decían que él era el mejor de todos. La estrella más luminosa del amplio universo del ascenso.
Aquella tarde del partido, Martín salió de su casa algo más temprano. Quiso caminar la docena de cuadras que separaban su hogar de casado solitario –estaba enamorado de su eterna soledad y tenía asumida esa formalidad– del departamento de su madre. El viejo ya no estaba. Esa tarde lo extrañó más que cualquier otro día. Mamá sí vivía. Hacía unos años que no seguía a su Martín, como en otras épocas en las que las distancias a recorrer de visitantes eran sólo un termo más o menos para el viaje. Doña Angélica presentía que Martín pasaría a estar con ella, al menos un rato antes del encuentro. Pero no imaginó que le iba a pedir que fuera a verlo jugar.
Como jugaban de local, sólo cargó un termo para el mate y ocupó una de las viejas butacas de la incómoda platea de madera. Todos la conocían. Sabían que la cincuentona coqueta que ocultaba sus canas con un tono rubio, similar al de su juventud, era la madre de Ferrandón. Y no podía faltar en la despedida de su hijo. Martín entró solo al campo y fue recibido con una ovación, mezcla de aplausos agradecidos con el “olé, olé, olé, Martín, Martín” de siempre, el de cada partido. El de cada pase ajustado entre ciegas piernas rivales, para que sus compañeros resolvieran ante el arquero. El de cada gol logrado con la característica excelencia de Ferrandón. Luego, como en segundo plano, entraron los diez acompañantes y sus rivales. Ya no estaba el “Colo” Martinello, con quien había conformado una dupla ofensiva estupenda. Casi todos los goles del equipo eran pases certeros de Ferrandón y definición –unas veces torpes, otras maestras– de Martinello. Pero el “Colo” ya no estaba. Lo habían vendido a un club chileno. Se sabe, los goleadores son más buscados que los exquisitos pasadores de pelota, aunque haya carencias en ambos puestos.
Ferrandón alargó hasta el máximo su carrera. A los 37 años ya no le alcanzaba con cuidar bien la pelota con su cuerpo. Eran muchas las ocasiones en las que los rivales lo anticipaban. Él venía masticando el adiós.
No jugó un buen partido esa tarde. Fue empate en cero y Martín tenía demasiadas cosas en su cabeza. Cuando el árbitro sopló el silbato del final, Martín Eduardo Ferrandón se encontró con el centro del campo rodeado por todos, querido por todos, respetado por todos. Y cuando un futbolista es aplaudido desde la tribuna del respeto hasta por la hinchada rival, no le queda nada más por hacer dentro del campo.
Ahora en su vida vendrá la faceta del entrenador. Aunque no lo haya dicho en los reportajes. Y verá el juego de otros desde el banco de suplentes. El mismo banco al que se subió, antes de abandonar su última cancha como jugador, para arrojarle a su vieja la camiseta y un par, sólo un par, de emocionadas lágrimas.
Estación Retiro
“Y cuando un futbolista es aplaudido desde la tribuna del respeto hasta por la hinchada rival, no le queda nada más por hacer dentro del campo”. Un relato del periodista, Fernando Tebele, de actuación en varios medios gráficos y, principalmente, radiales. Entre 1998 y 2001 publicó sus cuentos en la ya desaparecida revista mensual “El Tablón”, que luego reunió en un libro titulado “Detrás del arco”. En el prólogo el periodista Ariel Scher señala: “Tebele diseña una cancha donde cabe todo. En su equipo están la creatividad y la esperanza. Él sabe cómo es el juego”.
Por Fernando Tebele.
Si hay algo sobre fútbol que saben hasta los que no saben, es que el diez suele ser el más habilidoso del equipo. Y que no cualquiera juega de diez. Como si la camiseta pesara más por guardar dos números en su mochila y le llevara al once, como distancia, la gordura y la redondez del cero abrazador.
Martín Eduardo Ferrandón había sido el más habilidoso de ese equipo durante siete temporadas. Jugar en aquel club con tanta historia fue una tarea incómoda para muchos. Ferrandón se calzó la diez en la C, en la B, y en la efímera ilusión de su única temporada en la B Nacional. Y más allá de las lagunas en las que bucean los grandes como él –los que juegan mal ni siquiera tienen lagunas–, y de las lesiones fastidiosas que frustraron algún pase, se las ingenió para demostrar cada sábado por qué los vitalicios que veían los partidos arañando el alambrado, que habían visto a glorias como Marcos Garronde o Agustín Maresqui –grandes, engrandecidos aún más por el paso de los años–, decían que él era el mejor de todos. La estrella más luminosa del amplio universo del ascenso.
Aquella tarde del partido, Martín salió de su casa algo más temprano. Quiso caminar la docena de cuadras que separaban su hogar de casado solitario –estaba enamorado de su eterna soledad y tenía asumida esa formalidad– del departamento de su madre. El viejo ya no estaba. Esa tarde lo extrañó más que cualquier otro día. Mamá sí vivía. Hacía unos años que no seguía a su Martín, como en otras épocas en las que las distancias a recorrer de visitantes eran sólo un termo más o menos para el viaje. Doña Angélica presentía que Martín pasaría a estar con ella, al menos un rato antes del encuentro. Pero no imaginó que le iba a pedir que fuera a verlo jugar.
Como jugaban de local, sólo cargó un termo para el mate y ocupó una de las viejas butacas de la incómoda platea de madera. Todos la conocían. Sabían que la cincuentona coqueta que ocultaba sus canas con un tono rubio, similar al de su juventud, era la madre de Ferrandón. Y no podía faltar en la despedida de su hijo. Martín entró solo al campo y fue recibido con una ovación, mezcla de aplausos agradecidos con el “olé, olé, olé, Martín, Martín” de siempre, el de cada partido. El de cada pase ajustado entre ciegas piernas rivales, para que sus compañeros resolvieran ante el arquero. El de cada gol logrado con la característica excelencia de Ferrandón. Luego, como en segundo plano, entraron los diez acompañantes y sus rivales. Ya no estaba el “Colo” Martinello, con quien había conformado una dupla ofensiva estupenda. Casi todos los goles del equipo eran pases certeros de Ferrandón y definición –unas veces torpes, otras maestras– de Martinello. Pero el “Colo” ya no estaba. Lo habían vendido a un club chileno. Se sabe, los goleadores son más buscados que los exquisitos pasadores de pelota, aunque haya carencias en ambos puestos.
Ferrandón alargó hasta el máximo su carrera. A los 37 años ya no le alcanzaba con cuidar bien la pelota con su cuerpo. Eran muchas las ocasiones en las que los rivales lo anticipaban. Él venía masticando el adiós.
No jugó un buen partido esa tarde. Fue empate en cero y Martín tenía demasiadas cosas en su cabeza. Cuando el árbitro sopló el silbato del final, Martín Eduardo Ferrandón se encontró con el centro del campo rodeado por todos, querido por todos, respetado por todos. Y cuando un futbolista es aplaudido desde la tribuna del respeto hasta por la hinchada rival, no le queda nada más por hacer dentro del campo.
Ahora en su vida vendrá la faceta del entrenador. Aunque no lo haya dicho en los reportajes. Y verá el juego de otros desde el banco de suplentes. El mismo banco al que se subió, antes de abandonar su última cancha como jugador, para arrojarle a su vieja la camiseta y un par, sólo un par, de emocionadas lágrimas.
Tapa de la Revista El Tablón donde sabía escribir Fernando Tebele.
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