sábado, 1 de abril de 2017

La pelota paleolítica (cuento antediluviano)

Historias, cuentos y poesías inspirados en el fútbol


Por Diego Lucero

El siguiente texto ficcional aborda el fútbol en épocas más remotas que las que suelen investigarse en este boletín: aquellas en que vivieron Adán y Eva y en las que se inventó la primera pelota de fútbol. El autor, cuyo verdadero nombre fue Luis Alfredo Sciutto, devino en espectador privilegiado de los más grandes acontecimientos deportivos del siglo pasado, entre ellos todos los campeonatos mundiales de fútbol desde el primero, en 1930, hasta el de 1994. Su obra periodístico-literaria refleja casi ochenta años de trabajo y se plasmó en miles de crónicas aparecidas en diarios y revistas rioplatenses. En ellas coexisten originalidad, lenguaje del tablón, bohemia, costumbrismo y mordacidad. Diego Lucero había nacido el 14 de junio de 1901 en Montevideo (Uruguay) y falleció el 3 de junio de 1995 en Gonnet (provincia de Buenos Aires, Argentina).


Hacía bastante tiempo que en la “home” del inventor patentado don Primigenio Adán, el naipe venía bastante mal barajado. Adán acusaba signos evidentes de que algo le caminaba a contramano por la azotea, indicio seguro de cierta extraña locura que le atacaba en las horas cruciales precursoras del alumbramiento de algún invento importante. Era en la hora del mundo en que estaba todo por hacerse. Y le ganaba a Primigenio tal frenesí por crear cosas, que sus ataques –registrados en el barómetro de sus variaciones de loco con el sube y baja de la presión ambiente– tenían tres graduaciones perfectamente definidas; cuando el invento en gestación era de menor cuantía (el mango del cucharón, por ejemplo) le daba por caminar por los pretiles; si se trataba de algo medianamente pretencioso (verbigracia, el peine de un solo diente) su locura lo impulsaba a pagar las cuentas; y cuando el asunto que le daba vueltas por el mate era de trascendencia, entonces caía en una especie de sopor cataléptico, tal como si hubiera visto un programa de televisión.


Su consorte, doña Eva Ojalakecealaoja de Adán, había advertido con estupor que con la piel de gato montés (no es lo mismo gato montés que tra lará lará) con la que ella se había confeccionado un short verdaderamente alucinante después que a ambos los expulsaron en la cancha “Los Paraísos”, sede del Edén Fóbal Club, expulsión justificada porque ya el Gran Referí le había mostrado a ambos varias veces la tarjeta amarilla...


(Sigamos con la historia del short.) Con el short de cuero de gato de su sofaifa del cual Adán se apoderó indebidamente, el inventor, después de grandes trabajos y afanes había conseguido hacer una especie de extraña bolsa esférica, ordenada en tajadas simétricas que seguían las líneas aerodinámicas de la vejiga. Aquella esfera se había convertido en una especie de obsesión alucinante para el primer hombre. Días y noches contemplándola, mientras entre mate y mate hacía complicados cálculos de alta matemática, demostraban que Adán perseguía un propósito grandioso. ¿Era un arma secreta? ¿Era el astrolabio, la máquina de hacer churros, acaso la fórmula de la desintegración del tirantillo convertido en aserrín? ¿Era la era que yo no era o que era?


Eva, entretanto, alma simple y cabeza a pájaros, incapaz de comprender la pasión de un hombre que se entrega a la lucha por la humanidad, creyó que su barbudo caramitad le preparaba un presente para su onomástico que coincidía con el día aquel cuando el Sumo Hacedor le afanó una costilla al viejo Adán (debió ser una costilla falsa) para crear la mujer. Ella, cabeza a pájaros, pensó que aquel cuero primorosamente cosido en tajadas –avanzada precursora de la marroquinería moderna– era un nuevo modelo de bolso diseñado para su lucimiento de mujer coqueta, por su amoroso cristiandior.


Y un día que salió de comprar al supermarket, sin decirle nada a Adán, que se la pasaba refugiado en el altillo de la caverna, agarró por el tiento la extraña prenda en forma de bolso y salió a coquetear ante la admiración de la jirafa, la cotorra, el oso hormiguero y la lechuza.


Cuando llegó de regreso a la maison, le aguardaba una extraña sorpresa. Previó la inevitable escena de celos cuando comprobó que Primigenio Adán, con ojos de loco de remate y de chaleco, la empezó a contemplar de arriba abajo. Los ojos del inventor se detuvieron, fijos, en la frágil cintura de la consorte. “Sí... sí...”, monologaba el loco; “sí... sí...”, repetía como un poseído, el inventor. Eva, que hacía bastante tiempo que sentía y sufría la indiferencia de su marido frente a sus notorios encantos reconocidos y proclamados por todas las especies del mundo primitivo, sintió reverdecer sus esperanzas; la felicidad, como la primavera y los cobradores, retornaba. Y con palabra untada de almíbar le dijo:


— ¿Qué mirás, Adancito? ¿Te sigue gustando tu cuchicuchi? —y mimosa y provocativa quebró la cintura con un golpe de baile gitano. Pero Adán no veía ni oía. En su fiebre de inventor alucinado sólo seguía el hilo obsesivo de sus fantasías. Porque los inventores son así. Con paso felino, Adán se acercó a su consorte. Le miró las curvas y los contornos como un oficial de artillería hace un reconocimiento de la zona que va a ser bombardeada. Y sin más ni más atacó a Eva con furia salvaje.
– ¡No seas loquito!... —atinó a decir la que te dije ante agresión. Pero Adán no escuchaba. Sus manos, como dos garras, se le prendieron a la faja de hojas de parra de goma que lucía Eva Ojalakesealaoja, se la arrancó con violentos desgarrones y una vez dueño de la prenda, enarbolada como si le hubiera arrebatado el estandarte al enemigo, huyó victorioso para el altillo, se encerró y puso la trábex.
Allí en el silencio y en el misterio, Adán, armado de su cuchillo paleolítico, cortó la prenda de hojas de parra de goma en primorosos trozos de rarísima forma y los pegó con extraños ungüentos vegetales. Una vez terminada la pegatina, colocó el artilugio de hojas de parra de goma dentro del bolso de cuero y con la colaboración de un vecino que cantaba permanentemente esos boleros que hinchan como aquel de “La última noche que pasé contigo”, llenó aquella esfera de aire. Bien inflada. Al contemplar su obra, lanzó el extraño objeto contra el suelo; el objeto sonó como una campana y rebotó hasta el techo. ¡¡¡Hosanna!!! ¡¡¡Aleluya!!! ¡¡¡Eureka!!! ¡¡¡Recórcholis!!! (Aquí es absolutamente imprescindible decir que Adán lanzó una carcajada estridente y sus ojos desorbitados quedaron mirando fijos al infinito) ¡¡¡Había inventado la pelota de fútbol!!! El útil, inconsciente de su alto y glorioso destino, después del último pique, rodó un poco por el piso y fue a recostarse contra el placar. Entonces Adán le pegó un puntín haciéndolo salir por la ventana, a la vez que pronunciaba las palabras proféticas:
—Ve y diles a los hombres que te mando yo.
Contraluces de la felicidad y la infelicidad humana. Mientras Adán gozaba hasta el desborde por el triunfo universal de su invento, Eva lloraba su desconsuelo porque el marido, en el horario del cuadrante conyugal, hacía muchos relojes de arena que, por inventar la pelota, no le daba a ella ni cinco de la que salta.

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