Por Ariel Scher (Periodista. Socio del CIHF).
En 1934, con los pantalones a la altura de
las rodillas que le correspondían a cualquier chico de diez primaveras, Arnoldo
Bernasconi descubrió que hay hombres que hacen lo que nadie. Los admiró
enseguida. Algunos de esos hombres eran los jugadores de Boca que,
destartalando moldes, enardeciendo corazones y arrasando a los rivales y a la
lógica, habían dado vueltas nueve años antes por Europa, en lo que representó
el viaje inaugural y resonante de un equipo argentino de fútbol hacia esa
geografía. Otro de esos hombres también fue decisivo en esa gira pero sin
patear ni dos ni sesenta pelotazos: los escribió. Arnoldo, desde luego, lo
encumbró en su lista de admirados. Se trataba de Hugo Marini, periodista,
talentoso, imaginativo, jefe de Deportes del diario Crítica, autor de las
crónicas que suscitaron la expectativa y las vibraciones de un país, único narrador
de esa aventura que retumbó lo suficiente como para abrir las puertas de la
historia, primer enviado de la prensa deportiva nacional al otro lado del mar
para retratar partidos. Todo eso y algo más: el tío de Arnoldo.
Así que Arnoldo creció de Boca, muy de
Boca, y con los oídos anchos para escuchar los ecos que suscitaban los textos
que ese tío redactaba con conocimiento y con arte. Imposible huir de la
fascinación: Marini había cruzado el océano cuando cruzar el océano era un
sueño tan difícil que estaba reservado a Colón en los libros del colegio o a
los ricos en las revistas que mostraban sólo a ricos. Además, frecuentaba a los
futbolistas famosos con la naturalidad con la que la gente corriente besaba la
mejilla de una prima en los almuerzos de los sábados. O le escribía algún
libreto a Luis Sandrini en las horas en las que Sandrini era mucho más que un
actor y muy poco menos que un dios. No obstante, nada de eso guardaba la menor
resonancia al ser comparado con algo insuperable: en la primavera de 1934,
Marini le había enseñado a Arnoldo que la vida brilla. Tal cual: brilla.
"¿Vos tenés un hijo?" le había
preguntado un dirigente de Boca al mejor escritor que pudo tener el Boca más
mítico. "Hijo varón, no -contestó Marini, papá de una niña-, pero tengo un
sobrino que es como si lo fuera". El dirigente no dio vueltas porque
infería que Marini era un individuo paciente pero al que la pasión por las
noticias, por las palabras y por el deporte lo dejaba con el tiempo libre
escaso. De modo que soltó su anuncio enseguida: "Si es como tu hijo,
entonces te vamos a mandar una medalla. Una medalla de Boca para él". Al
rato, la medalla se estacionó en su escritorio. Primero la evaluó simpática
porque incluía la inscripción "pequeño hincha", o sea que formaba
parte de una serie muy especial y dirigida a los pibes. Y luego se la llevó a
Arnoldo.
Lo que continuó fue extraordinario. Se
comprende lo que aquí, especialmente aquí, significa extraordinario: un suceso
que ojalá sobreviniera seguido pero que no se da casi nunca. La medalla de
Boca, un tributo de la institución a la presencia de Marini en aquella gira
inolvidable, brillaba como un tesoro. O como los ojos de Arnoldo, que,
encandilados al parpadear delante de ella, lanzaban fuegos, magias, luces y
rayos con la intensidad que sólo adquieren los ojos cuando hay niñez o cuando
hay amor. Brillo más brillo, esos ojos y esa medalla lograron que la vida
brillara. Los que compartieron desde un pestañeo hasta una existencia con
Arnoldo testimonian que de esa suma de brillos no se desprendió jamás. De la
medalla, durante décadas, tampoco.
A ciertas sabidurías de la infancia las
atenuan o las desacreditan los calendarios. Otras, al revés, resisten y se
verifican. Sobre la gira de 1925, Arnoldo comprobó, mientras maduraba, que en
sus cautivaciones de pantalón corto no sólo no había errado sino que hasta
había andado módico. Es que entre el 4 de febrero, cuando partió arriba del
vapor Ciudad de Buenos Aires, y el 12 de julio, fecha del retorno a bordo del
navío Mesella, Boca jugó 19 partidos, triunfó en 15, igualó uno y cayó en tres,
modelando un itinerario deportivo de 159 jornadas lejos de casa, con
actuaciones en España, en Alemania y en Francia. Hubo 10.000 personas en el
puerto de Buenos Aires en el instante de la salida y la cifra se cuadruplicó
para la cita del regreso. Por supuesto que en sus lecturas jovencísimas,
regocijado en sus células de hincha, Arnoldo puso el foco en la gloria de las
canchas. Sin embargo, ya adulto y con el auxilio intelectual de su tío,
concluyó en que la victoria más determinante de ese periplo consistió en
convertir a un exitoso equipo porteño, que venía ganando campeonatos y
adhesiones, en una referencia nacional e internacional. Más fácil: en Boca.
Con la medalla brillante siempre próxima a
sus dedos largos, Arnoldo repitió esa tesis a través de los veranos y de los
inviernos, ya no como un pequeño hincha sino hecho un señor de inquietudes
diversas, inclusive la de ejercer el periodismo en muchos diarios, como
Democracia, Pregón o, claro, Crítica. La enunciación de la tesis -en ocasiones
delante de Tita, la hija de Hugo, socia entrañable de crianza, una hermana- iba
acompañada de la evocación obligatoria de los diecisiete jugadores que
relumbraron en esa excursión. "Américo Tesoriere, Ludovico Bidoglio, Ramón
Mutis, Segundo Medici, Alfredo Elli, Mario Busso, Domingo Tarasconi, Antonio
Cerroti, Dante Pertini, Carmelo Pozzo, Carlos Antraygues y Alfredo
Garasini", enumeraba Arnoldo, que frenaba ahí porque de Boca, exactamente
de Boca, provenían esos doce muchachos. Enseguida, le dedicaba un parlamento
cariñoso a Tesoriere ("en tiempos de Américo esto no pasaba",
aseveraba cuando el universo del club se ensombrecía), ya que lo sentía un
arquero notable y un prócer capaz de enhebrar poemas o de inducir a sus
compañeros a visitar la Torre Eiffel. Luego agregaba: "Manuel Seoane,
Cesáreo Onzari, Octavio Díaz, Roberto Cochrane y Luis Vaccaro". Sí,
refuerzos de calidad cedidos por otras instituciones para enfundarse la azul y
amarilla en el viaje. "Pasaba que, en esa gira, Boca era de todos y todos
éramos Boca", resumía Arnoldo, advertido y advirtiendo que tanta épica
había doblegado a una arraigadísima percepción argentina (de raíz más que
futbolera) que indicaba que Europa siempre era la cima, siempre era mejor.
Desde ese entendimiento, las autoridades de la Asociación Argentina de Fútbol,
con el consenso de sus entidades afiliadas, distinguieron a Boca como campeón
de honor de 1925, a pesar de que la ida hacia tierras que quedaban del otro
costado del Atlántico le había impedido intervenir en el torneo local. La
perspectiva de etapas posteriores del fútbol, en las que se desbarrancó el
placer de agasajar a un rival, quizás induzca a sospechar que en esa
disposición flotaba algo hipócrita. No y no y no. Era un honor sincero,
voluntario, real.
“Boca era de todos y todos éramos Boca”
conforma una sentencia que Arnoldo absorbió en medio del humo de los
cigarrillos respirados con su tío. Entera verdad. Tan verdad como que esa
visión de la gira de 1925 excedía esos intercambios familiares, ya que podían
repetirla miles de futboleros que eran y que no eran de Boca. De hecho, según
las crónicas de ese momento, cuando el equipo inició su tránsito, la
muchedumbre que lo despidió cobijaba a una delegación de simpatizantes de
River. Para que eso ocurriera bastante generó Boca. Y bastante generó Crítica.
Breve revisión: el uruguayo Natalio Botana
fundó Crítica en 1913 y desde muy temprano ubicó al deporte entre los temas
preponderantes de la publicación. Lo documenta la investigadora Sylvia Saitta
en "Regueros de tinta", un libro que desmenuza cómo el diario gravitó
o, directamente, construyó la realidad nacional a partir de su monumental
capacidad de acción política y periodística y de sus recursos modernos para
llevarla adelante. En esas páginas, el fútbol viró de menos a más, de noticia
colateral a territorio visceral, acaso por el peso de una propuesta clave que
supo recoger en sus recuerdos el notable periodista Juan José de Soiza Reilly.
“Si querés que Crítica se vaya a las nubes, dedicale al fútbol una página
entera”, dijo Soiza Reilly que le sugirió Eduardo Dughera, alguien muy
influyente en la distribución de diarios de esa era, a Botana. Y Botana aceptó.
Aceptó y hasta puso a contar fútbol a Pablo Rojas Paz, un literato de lazos
amables con Jorge Luis Borges y no tan amables, hasta allí, con el fútbol.
La contratación de Rojas Paz ("El
Negro de la Tribuna", en su prosa para el deporte) y, en 1919, la de un
joven crack periodístico como Marini, que ya sobresalía en el diario La
Argentina, certifican el ojo eficiente de Botana para sus ediciones de fútbol.
Sin embargo, no agotan el espiral de jugadas que trazó con la pelota. Entre
febrero y agosto de 1926 presidió la Asociación Argentina de Football, en el
último lustro de los veinte usó a Crítica como motor de la profesionalización
del fútbol que se cristalizó en 1931 y, de acuerdo con más que un rumor de
época, en los treinta se incluyó entre los que le susurraron a su amigo y
presidente Agustín P. Justo que valía la pena prestarle atención política al
mundo de los goles.
De ese “Boca éramos todos y todos éramos
Boca”, síntesis insuperable parida por el gran Arnoldo, se ocuparon mucho más
adelante las ciencias sociales, en particular el historiador Julio Frydenberg
en su ensayo "Boca Juniors en Europa: el diario Crítica y el primer
nacionalismo deportivo argentino". Allí, Frydenberg exhuma con
meticulosidad de qué manera el diario tomó un acontecimiento deportivo y lo
elevó a causa patriótica, en una acción que "se embarcaba en un discurso
que insistía en señalar a los viajeros como 'embajadores del deporte nacional'.
Esa operación estaba claramente diseñada e instrumentada". Esa idea se
corrobora por medio de las invocaciones del propio diario, muchas tan enfáticas
como la de la jornada anterior al desembarco: “Usted, mañana, buen aficionado
al football, después de acudir a las puertas de la ciudad a sumar sus aplausos
y sus vítores con los de la muchachada de cordial hidalguía y de homenaje a los
vencedores, tendrá que leer el relato completo de la hermosa campaña del Boca
Juniors, narrada minuciosamente, por nuestro representante en la gira, el hábil
y conocido periodista Hugo Marini”.
Ya en la partida de Boca, Crítica había
exaltado sus líneas rectoras: “Crítica ha sido siempre, y lo seguirá siendo,
uno de los diarios que más ha hecho por el deporte. No podía pasar por alto
esta delegación a Europa”. Y, ni hablar, la categoría de su enviado: “Se darán
a conocer a los simpatizantes todas las incidencias de la gira. La tarea ha
sido encomendada al jefe de esta página, don Hugo Marini, periodista de sangre,
de dotes poco comunes”.
Acopiador de infinidad de recortes
periodísticos, a Arnoldo Bernasconi no le hacía falta ninguna exploración en
los archivos para suscribir que Marini poseía "dotes pocos comunes"
en su profesión, más allá de que el diario de Botana resaltara esos dotes como
herramienta de algo que ya era pero aún no se denominaba marketing. Lo sabía de
memoria y lo relataba con el deleite de los maestros de la conversación de
sobremesa. "¿Sabés quién le puso El Ciclón a San Lorenzo?",
arrancaba. Tras un silencio, exhalaba la contestación: "Marini". Y
continuaba: "¿Y quién bautizó al estadio de Vélez como El Fortín?
Acertaste: Marini". Y más seudónimos: "¿Y eso de llamar La Fiera a
Bernabé Ferreyra?, ¿y lo de Diablos Rojos para Independiente? Marini, viejo,
Hugo Marini".
En efecto, como razonaba Arnoldo, Marini
acumulaba tribuna y libros, verbos y veredas, una cultura en la que se
mezclaban el barrio y la academia. Si acertó en apodos que durarían hasta la
eternidad fue porque en su orquesta interior había armonía entre los silencios
de las bibliotecas y los sonidos de la gente. Se pareció en eso a unos cuantos
de sus compañeros de trabajo, como Roberto Arlt o como Last Reason, dos de los
pocos que, como Marini, se habían ganado la firma al pie de sus artículos en
Crítica. Se pareció a ellos, además, en que en su obra cotidiana -sobre todo en
"El sport de cada día", título de su sección diaria- esos elementos
se asociaban sin contradicción.
Migrado de sobrino a confidente de su tío,
Arnoldo aprovechó esa oportunidad. Tres ejemplos que podrían ser cien: se
instruyó en los pormenores del origen de La Oral Deportiva porque Marini (junto
a su hermano Julio, también periodista) había cooperado con su garganta en la
gestación del programa, se volvió un catálogo sobre la prehistoria del Círculo
de Periodistas Deportivos porque Marini -con Borocotó, con Chantecler, con unos
cuantos notorios- había estampado la firma en el acta de nacimiento de la
organización y la había presidido entre 1941 y 1945, y se recibió de erudito
sobre los Juegos Olímpicos de Amsterdam de 1928 porque allí -se insiste, cuando
no viajaba nadie- Marini había incrustado las pupilas para llenar sus dedos con
palabras sabrosas.
Hombre generoso, Arnoldo admitía que Marini
no era un mito que le pertenecía en exclusividad por derecho familiar o porque
le había traído una medalla brillante. Al contrario, le alimentaba la alegría
detectar que lo reivindicaban muchos y muy buenos. En su libro “100.000
ejemplares por hora. Memorias de un redactor de Crítica”, Roberto Tálice situó
a Marini como un valor entre los valores, “luciendo su prematura calvicie, con
la natural inmovilidad de su rostro que disimula su enorme capacidad afectiva”.
En “El hombre de la rosa blindada”, un volumen sobre el poeta Rául González
Tuñón, el escritor Pedro Orgambide descorrió el velo de la redacción de Crítica
y se detuvo en Marini porque “escribía memorables crónicas de fútbol”. En su
anecdotario inempatable de periodista, Diego Lucero reseñó la novedosa
instancia de emprender la cobertura del Campeonato Sudamericano de Lima, en
1935, en avión y al lado de alguien como Marini. Y Dante Panzeri, hondo fiscal
de una prensa deportiva que no le gustaba, añoró los tiempos en los que los
lectores desparramaban ansiedades a la espera de los comentarios de Chantecler,
de Borocotó o de Hugo Marini “para ver qué dicen”.
Arnoldo nunca dudó de que consideraciones
como esas ratificaban que la vida brillaba. La vida brillaba aunque ya los
almanaques lo ubicaran lejos del día en el que su tío le entregó la medalla. La
vida brillaba en el abrazo consecutivo con Zulema, su mujer, y en más abrazos,
igual de consecutivos, con María Luisa y con Héctor, sus hijos, encaminados
desde la cuna para ser buena gente y para ser de Boca: La vida brillaba en el
deslumbramiento repetido pero inextinguible que le provocaba ver cómo un montón
de palabras dispersas terminaban alumbrando un diario y brillaba, flor de
brillo, en la rutina de oír partidos por radio cada domingo. El Boca campeón de
1954, ese que empezaba con los guantes infranqueables de Julio Elías Musimessi
en el arco y se acababa con los botines certeros de Pepino Borello en el
ataque, también funcionaba como un brillo de la vida. De esos brillos y de ese
equipo hablaba Arnoldo en la noche del decimosegundo día de 1955 cuando le
avisaron que Marini se murió.
No hubo nadie -y nadie, en este caso, es
rigurosamente nadie- que se privara de afirmar lo evidente: debía ser así.
Marini falleció a la hora de cerrar una edición, en la redacción de un diario
-la de El Laborista, otro de sus empleos- y con el horizonte del deporte como
última tarea. Nadie, tampoco nadie, en las páginas que informaron y se dolieron
por semejante pérdida dejó de marcar que se iba uno de los grandes del
periodismo deportivo y que lo había hecho en su ley, a su modo, escribiendo.
Nadie, muchos menos, se salteó esa señal en los rituales de la despedida: ni
Félix Daniel Frascara, que labró un discurso a la altura de sus notas
fabulosas, ni Julián Centeya, poeta porteño, que conmovió a una multitud. Nadie
y tampoco Arnoldo, quien, a la mañana siguiente, la mirada clavada en Crítica,
confirmó que abundaba en hermanos de sentimiento: los periodistas nóveles de
Crítica se definían, en unas líneas espléndidas, como hijos de Marini.
De ahí en más, Arnoldo continuó con su
devenir de papá y de laburante, de amigo y de futbolero, de charlista
encantador y de observador implacable de los diarios, de hincha de Boca y,
desde los años ochenta, de abuelo. De Marini se acordó con una sonrisa
irrompible y en muchas situaciones. Una, predecible, en cada mención ocasional
a la gira de 1925. Otra, óptima, en cada mirada a la medalla brillante.
Precisamente de cara a la medalla, Arnoldo
meditó durante la tarde en la que determinó que esos brillos podían y debían
encender otros ojos. Se prometió, entonces, que sería un regalo para su primer
nieto varón. Caballero de palabra, cumplió. En el primer día del mejor de sus
mayos, marchó acelerado hacia una maternidad de Buenos Aires y estrenó su papel
de abuelo con la piel conmocionada y con la medalla en la mano. Julio César,
ese nieto, tejió desde la fundación de sus días una lluvia de complicidades
felices con ese abuelo. Quizás por eso Arnoldo nunca necesitó explicarle por
qué esa joya era una joya.
Hay dos clases de legados: los que pasan de
largo rumbo a los trámites y los que se afincan en el corazón. Julio César gozó
de suerte, suerte gigante, en dos circunstancias: le traspasaron un legado de
la segunda clase y le tocó un abuelo como Arnoldo. En eso pensó en marzo del
2006, cuando Arnoldo, más que coherente, destinó su último domingo a oír un
partido por la radio, tan de Boca como desde el principio y tan de Boca como
cada uno de sus nietos. Y en eso pensó, también, unos días después, cuando
Arnoldo se fue, querido hasta todo y por todos, envuelto en una bandera azul y
amarilla.
Lo debe haber pensado, de nuevo, durante
estas semanas, al transcurrir el cumpleaños noventa de una gira imborrable, o
en el instante en el que Violeta, su hija de un año, la bisnieta del gran
Arnoldo, la heredera del gran Hugo Marini, acarició por primera vez aquella
vieja medalla. Es una chiquita de belleza cósmica y la espera un porvenir
hermoso. Por si fuera poco, tiene una garantía: ya sabe que la vida brilla.
Hermoso relato. Muy emotivo.
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