viernes, 27 de marzo de 2015

Una medalla que brilla. A propósito de los noventa años de la gira de Boca por Europa.


Por Ariel Scher (Periodista. Socio del CIHF).

En 1934, con los pantalones a la altura de las rodillas que le correspondían a cualquier chico de diez primaveras, Arnoldo Bernasconi descubrió que hay hombres que hacen lo que nadie. Los admiró enseguida. Algunos de esos hombres eran los jugadores de Boca que, destartalando moldes, enardeciendo corazones y arrasando a los rivales y a la lógica, habían dado vueltas nueve años antes por Europa, en lo que representó el viaje inaugural y resonante de un equipo argentino de fútbol hacia esa geografía. Otro de esos hombres también fue decisivo en esa gira pero sin patear ni dos ni sesenta pelotazos: los escribió. Arnoldo, desde luego, lo encumbró en su lista de admirados. Se trataba de Hugo Marini, periodista, talentoso, imaginativo, jefe de Deportes del diario Crítica, autor de las crónicas que suscitaron la expectativa y las vibraciones de un país, único narrador de esa aventura que retumbó lo suficiente como para abrir las puertas de la historia, primer enviado de la prensa deportiva nacional al otro lado del mar para retratar partidos. Todo eso y algo más: el tío de Arnoldo.

Así que Arnoldo creció de Boca, muy de Boca, y con los oídos anchos para escuchar los ecos que suscitaban los textos que ese tío redactaba con conocimiento y con arte. Imposible huir de la fascinación: Marini había cruzado el océano cuando cruzar el océano era un sueño tan difícil que estaba reservado a Colón en los libros del colegio o a los ricos en las revistas que mostraban sólo a ricos. Además, frecuentaba a los futbolistas famosos con la naturalidad con la que la gente corriente besaba la mejilla de una prima en los almuerzos de los sábados. O le escribía algún libreto a Luis Sandrini en las horas en las que Sandrini era mucho más que un actor y muy poco menos que un dios. No obstante, nada de eso guardaba la menor resonancia al ser comparado con algo insuperable: en la primavera de 1934, Marini le había enseñado a Arnoldo que la vida brilla. Tal cual: brilla.

"¿Vos tenés un hijo?" le había preguntado un dirigente de Boca al mejor escritor que pudo tener el Boca más mítico. "Hijo varón, no -contestó Marini, papá de una niña-, pero tengo un sobrino que es como si lo fuera". El dirigente no dio vueltas porque infería que Marini era un individuo paciente pero al que la pasión por las noticias, por las palabras y por el deporte lo dejaba con el tiempo libre escaso. De modo que soltó su anuncio enseguida: "Si es como tu hijo, entonces te vamos a mandar una medalla. Una medalla de Boca para él". Al rato, la medalla se estacionó en su escritorio. Primero la evaluó simpática porque incluía la inscripción "pequeño hincha", o sea que formaba parte de una serie muy especial y dirigida a los pibes. Y luego se la llevó a Arnoldo.




Lo que continuó fue extraordinario. Se comprende lo que aquí, especialmente aquí, significa extraordinario: un suceso que ojalá sobreviniera seguido pero que no se da casi nunca. La medalla de Boca, un tributo de la institución a la presencia de Marini en aquella gira inolvidable, brillaba como un tesoro. O como los ojos de Arnoldo, que, encandilados al parpadear delante de ella, lanzaban fuegos, magias, luces y rayos con la intensidad que sólo adquieren los ojos cuando hay niñez o cuando hay amor. Brillo más brillo, esos ojos y esa medalla lograron que la vida brillara. Los que compartieron desde un pestañeo hasta una existencia con Arnoldo testimonian que de esa suma de brillos no se desprendió jamás. De la medalla, durante décadas, tampoco.

A ciertas sabidurías de la infancia las atenuan o las desacreditan los calendarios. Otras, al revés, resisten y se verifican. Sobre la gira de 1925, Arnoldo comprobó, mientras maduraba, que en sus cautivaciones de pantalón corto no sólo no había errado sino que hasta había andado módico. Es que entre el 4 de febrero, cuando partió arriba del vapor Ciudad de Buenos Aires, y el 12 de julio, fecha del retorno a bordo del navío Mesella, Boca jugó 19 partidos, triunfó en 15, igualó uno y cayó en tres, modelando un itinerario deportivo de 159 jornadas lejos de casa, con actuaciones en España, en Alemania y en Francia. Hubo 10.000 personas en el puerto de Buenos Aires en el instante de la salida y la cifra se cuadruplicó para la cita del regreso. Por supuesto que en sus lecturas jovencísimas, regocijado en sus células de hincha, Arnoldo puso el foco en la gloria de las canchas. Sin embargo, ya adulto y con el auxilio intelectual de su tío, concluyó en que la victoria más determinante de ese periplo consistió en convertir a un exitoso equipo porteño, que venía ganando campeonatos y adhesiones, en una referencia nacional e internacional. Más fácil: en Boca.


Violeta, bisnieta de Arnoldo Bernasconi, heredera de la medalla que brilla.

Con la medalla brillante siempre próxima a sus dedos largos, Arnoldo repitió esa tesis a través de los veranos y de los inviernos, ya no como un pequeño hincha sino hecho un señor de inquietudes diversas, inclusive la de ejercer el periodismo en muchos diarios, como Democracia, Pregón o, claro, Crítica. La enunciación de la tesis -en ocasiones delante de Tita, la hija de Hugo, socia entrañable de crianza, una hermana- iba acompañada de la evocación obligatoria de los diecisiete jugadores que relumbraron en esa excursión. "Américo Tesoriere, Ludovico Bidoglio, Ramón Mutis, Segundo Medici, Alfredo Elli, Mario Busso, Domingo Tarasconi, Antonio Cerroti, Dante Pertini, Carmelo Pozzo, Carlos Antraygues y Alfredo Garasini", enumeraba Arnoldo, que frenaba ahí porque de Boca, exactamente de Boca, provenían esos doce muchachos. Enseguida, le dedicaba un parlamento cariñoso a Tesoriere ("en tiempos de Américo esto no pasaba", aseveraba cuando el universo del club se ensombrecía), ya que lo sentía un arquero notable y un prócer capaz de enhebrar poemas o de inducir a sus compañeros a visitar la Torre Eiffel. Luego agregaba: "Manuel Seoane, Cesáreo Onzari, Octavio Díaz, Roberto Cochrane y Luis Vaccaro". Sí, refuerzos de calidad cedidos por otras instituciones para enfundarse la azul y amarilla en el viaje. "Pasaba que, en esa gira, Boca era de todos y todos éramos Boca", resumía Arnoldo, advertido y advirtiendo que tanta épica había doblegado a una arraigadísima percepción argentina (de raíz más que futbolera) que indicaba que Europa siempre era la cima, siempre era mejor. Desde ese entendimiento, las autoridades de la Asociación Argentina de Fútbol, con el consenso de sus entidades afiliadas, distinguieron a Boca como campeón de honor de 1925, a pesar de que la ida hacia tierras que quedaban del otro costado del Atlántico le había impedido intervenir en el torneo local. La perspectiva de etapas posteriores del fútbol, en las que se desbarrancó el placer de agasajar a un rival, quizás induzca a sospechar que en esa disposición flotaba algo hipócrita. No y no y no. Era un honor sincero, voluntario, real.

“Boca era de todos y todos éramos Boca” conforma una sentencia que Arnoldo absorbió en medio del humo de los cigarrillos respirados con su tío. Entera verdad. Tan verdad como que esa visión de la gira de 1925 excedía esos intercambios familiares, ya que podían repetirla miles de futboleros que eran y que no eran de Boca. De hecho, según las crónicas de ese momento, cuando el equipo inició su tránsito, la muchedumbre que lo despidió cobijaba a una delegación de simpatizantes de River. Para que eso ocurriera bastante generó Boca. Y bastante generó Crítica.


Breve revisión: el uruguayo Natalio Botana fundó Crítica en 1913 y desde muy temprano ubicó al deporte entre los temas preponderantes de la publicación. Lo documenta la investigadora Sylvia Saitta en "Regueros de tinta", un libro que desmenuza cómo el diario gravitó o, directamente, construyó la realidad nacional a partir de su monumental capacidad de acción política y periodística y de sus recursos modernos para llevarla adelante. En esas páginas, el fútbol viró de menos a más, de noticia colateral a territorio visceral, acaso por el peso de una propuesta clave que supo recoger en sus recuerdos el notable periodista Juan José de Soiza Reilly. “Si querés que Crítica se vaya a las nubes, dedicale al fútbol una página entera”, dijo Soiza Reilly que le sugirió Eduardo Dughera, alguien muy influyente en la distribución de diarios de esa era, a Botana. Y Botana aceptó. Aceptó y hasta puso a contar fútbol a Pablo Rojas Paz, un literato de lazos amables con Jorge Luis Borges y no tan amables, hasta allí, con el fútbol.

La contratación de Rojas Paz ("El Negro de la Tribuna", en su prosa para el deporte) y, en 1919, la de un joven crack periodístico como Marini, que ya sobresalía en el diario La Argentina, certifican el ojo eficiente de Botana para sus ediciones de fútbol. Sin embargo, no agotan el espiral de jugadas que trazó con la pelota. Entre febrero y agosto de 1926 presidió la Asociación Argentina de Football, en el último lustro de los veinte usó a Crítica como motor de la profesionalización del fútbol que se cristalizó en 1931 y, de acuerdo con más que un rumor de época, en los treinta se incluyó entre los que le susurraron a su amigo y presidente Agustín P. Justo que valía la pena prestarle atención política al mundo de los goles.

De ese “Boca éramos todos y todos éramos Boca”, síntesis insuperable parida por el gran Arnoldo, se ocuparon mucho más adelante las ciencias sociales, en particular el historiador Julio Frydenberg en su ensayo "Boca Juniors en Europa: el diario Crítica y el primer nacionalismo deportivo argentino". Allí, Frydenberg exhuma con meticulosidad de qué manera el diario tomó un acontecimiento deportivo y lo elevó a causa patriótica, en una acción que "se embarcaba en un discurso que insistía en señalar a los viajeros como 'embajadores del deporte nacional'. Esa operación estaba claramente diseñada e instrumentada". Esa idea se corrobora por medio de las invocaciones del propio diario, muchas tan enfáticas como la de la jornada anterior al desembarco: “Usted, mañana, buen aficionado al football, después de acudir a las puertas de la ciudad a sumar sus aplausos y sus vítores con los de la muchachada de cordial hidalguía y de homenaje a los vencedores, tendrá que leer el relato completo de la hermosa campaña del Boca Juniors, narrada minuciosamente, por nuestro representante en la gira, el hábil y conocido periodista Hugo Marini”.

Ya en la partida de Boca, Crítica había exaltado sus líneas rectoras: “Crítica ha sido siempre, y lo seguirá siendo, uno de los diarios que más ha hecho por el deporte. No podía pasar por alto esta delegación a Europa”. Y, ni hablar, la categoría de su enviado: “Se darán a conocer a los simpatizantes todas las incidencias de la gira. La tarea ha sido encomendada al jefe de esta página, don Hugo Marini, periodista de sangre, de dotes poco comunes”.


Acopiador de infinidad de recortes periodísticos, a Arnoldo Bernasconi no le hacía falta ninguna exploración en los archivos para suscribir que Marini poseía "dotes pocos comunes" en su profesión, más allá de que el diario de Botana resaltara esos dotes como herramienta de algo que ya era pero aún no se denominaba marketing. Lo sabía de memoria y lo relataba con el deleite de los maestros de la conversación de sobremesa. "¿Sabés quién le puso El Ciclón a San Lorenzo?", arrancaba. Tras un silencio, exhalaba la contestación: "Marini". Y continuaba: "¿Y quién bautizó al estadio de Vélez como El Fortín? Acertaste: Marini". Y más seudónimos: "¿Y eso de llamar La Fiera a Bernabé Ferreyra?, ¿y lo de Diablos Rojos para Independiente? Marini, viejo, Hugo Marini".

En efecto, como razonaba Arnoldo, Marini acumulaba tribuna y libros, verbos y veredas, una cultura en la que se mezclaban el barrio y la academia. Si acertó en apodos que durarían hasta la eternidad fue porque en su orquesta interior había armonía entre los silencios de las bibliotecas y los sonidos de la gente. Se pareció en eso a unos cuantos de sus compañeros de trabajo, como Roberto Arlt o como Last Reason, dos de los pocos que, como Marini, se habían ganado la firma al pie de sus artículos en Crítica. Se pareció a ellos, además, en que en su obra cotidiana -sobre todo en "El sport de cada día", título de su sección diaria- esos elementos se asociaban sin contradicción.

Migrado de sobrino a confidente de su tío, Arnoldo aprovechó esa oportunidad. Tres ejemplos que podrían ser cien: se instruyó en los pormenores del origen de La Oral Deportiva porque Marini (junto a su hermano Julio, también periodista) había cooperado con su garganta en la gestación del programa, se volvió un catálogo sobre la prehistoria del Círculo de Periodistas Deportivos porque Marini -con Borocotó, con Chantecler, con unos cuantos notorios- había estampado la firma en el acta de nacimiento de la organización y la había presidido entre 1941 y 1945, y se recibió de erudito sobre los Juegos Olímpicos de Amsterdam de 1928 porque allí -se insiste, cuando no viajaba nadie- Marini había incrustado las pupilas para llenar sus dedos con palabras sabrosas.

Hombre generoso, Arnoldo admitía que Marini no era un mito que le pertenecía en exclusividad por derecho familiar o porque le había traído una medalla brillante. Al contrario, le alimentaba la alegría detectar que lo reivindicaban muchos y muy buenos. En su libro “100.000 ejemplares por hora. Memorias de un redactor de Crítica”, Roberto Tálice situó a Marini como un valor entre los valores, “luciendo su prematura calvicie, con la natural inmovilidad de su rostro que disimula su enorme capacidad afectiva”. En “El hombre de la rosa blindada”, un volumen sobre el poeta Rául González Tuñón, el escritor Pedro Orgambide descorrió el velo de la redacción de Crítica y se detuvo en Marini porque “escribía memorables crónicas de fútbol”. En su anecdotario inempatable de periodista, Diego Lucero reseñó la novedosa instancia de emprender la cobertura del Campeonato Sudamericano de Lima, en 1935, en avión y al lado de alguien como Marini. Y Dante Panzeri, hondo fiscal de una prensa deportiva que no le gustaba, añoró los tiempos en los que los lectores desparramaban ansiedades a la espera de los comentarios de Chantecler, de Borocotó o de Hugo Marini “para ver qué dicen”.

Arnoldo nunca dudó de que consideraciones como esas ratificaban que la vida brillaba. La vida brillaba aunque ya los almanaques lo ubicaran lejos del día en el que su tío le entregó la medalla. La vida brillaba en el abrazo consecutivo con Zulema, su mujer, y en más abrazos, igual de consecutivos, con María Luisa y con Héctor, sus hijos, encaminados desde la cuna para ser buena gente y para ser de Boca: La vida brillaba en el deslumbramiento repetido pero inextinguible que le provocaba ver cómo un montón de palabras dispersas terminaban alumbrando un diario y brillaba, flor de brillo, en la rutina de oír partidos por radio cada domingo. El Boca campeón de 1954, ese que empezaba con los guantes infranqueables de Julio Elías Musimessi en el arco y se acababa con los botines certeros de Pepino Borello en el ataque, también funcionaba como un brillo de la vida. De esos brillos y de ese equipo hablaba Arnoldo en la noche del decimosegundo día de 1955 cuando le avisaron que Marini se murió.

No hubo nadie -y nadie, en este caso, es rigurosamente nadie- que se privara de afirmar lo evidente: debía ser así. Marini falleció a la hora de cerrar una edición, en la redacción de un diario -la de El Laborista, otro de sus empleos- y con el horizonte del deporte como última tarea. Nadie, tampoco nadie, en las páginas que informaron y se dolieron por semejante pérdida dejó de marcar que se iba uno de los grandes del periodismo deportivo y que lo había hecho en su ley, a su modo, escribiendo. Nadie, muchos menos, se salteó esa señal en los rituales de la despedida: ni Félix Daniel Frascara, que labró un discurso a la altura de sus notas fabulosas, ni Julián Centeya, poeta porteño, que conmovió a una multitud. Nadie y tampoco Arnoldo, quien, a la mañana siguiente, la mirada clavada en Crítica, confirmó que abundaba en hermanos de sentimiento: los periodistas nóveles de Crítica se definían, en unas líneas espléndidas, como hijos de Marini.

De ahí en más, Arnoldo continuó con su devenir de papá y de laburante, de amigo y de futbolero, de charlista encantador y de observador implacable de los diarios, de hincha de Boca y, desde los años ochenta, de abuelo. De Marini se acordó con una sonrisa irrompible y en muchas situaciones. Una, predecible, en cada mención ocasional a la gira de 1925. Otra, óptima, en cada mirada a la medalla brillante.

Precisamente de cara a la medalla, Arnoldo meditó durante la tarde en la que determinó que esos brillos podían y debían encender otros ojos. Se prometió, entonces, que sería un regalo para su primer nieto varón. Caballero de palabra, cumplió. En el primer día del mejor de sus mayos, marchó acelerado hacia una maternidad de Buenos Aires y estrenó su papel de abuelo con la piel conmocionada y con la medalla en la mano. Julio César, ese nieto, tejió desde la fundación de sus días una lluvia de complicidades felices con ese abuelo. Quizás por eso Arnoldo nunca necesitó explicarle por qué esa joya era una joya.

Hay dos clases de legados: los que pasan de largo rumbo a los trámites y los que se afincan en el corazón. Julio César gozó de suerte, suerte gigante, en dos circunstancias: le traspasaron un legado de la segunda clase y le tocó un abuelo como Arnoldo. En eso pensó en marzo del 2006, cuando Arnoldo, más que coherente, destinó su último domingo a oír un partido por la radio, tan de Boca como desde el principio y tan de Boca como cada uno de sus nietos. Y en eso pensó, también, unos días después, cuando Arnoldo se fue, querido hasta todo y por todos, envuelto en una bandera azul y amarilla.

Lo debe haber pensado, de nuevo, durante estas semanas, al transcurrir el cumpleaños noventa de una gira imborrable, o en el instante en el que Violeta, su hija de un año, la bisnieta del gran Arnoldo, la heredera del gran Hugo Marini, acarició por primera vez aquella vieja medalla. Es una chiquita de belleza cósmica y la espera un porvenir hermoso. Por si fuera poco, tiene una garantía: ya sabe que la vida brilla.

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