miércoles, 11 de julio de 2018

Las apariencias engañan

Por Ignacio Titimoli, socio del CIHF.

Rodeado de efemérides, rebosante de recuerdos, el mes de julio es al fútbol —o, mejor dicho, al mundial— un aliado incomparable, inseparable. Época de definiciones que trascienden a este mundillo y que son cuestión de estado. El 11 de julio, hace 8 años, la selección española rompía el maleficio: el fútbol total le ganaba a la especulación y consagraba una idea de juego, hoy desprestigiada y deslegitimada tras Rusia 2018. Pero, por sobre todas las cosas, consagraba a un integrante de esa selección, que rompía moldes y libretos, como siempre en su carrera, pero que no rompía su caparazón de humildad innata. Hablamos de Andrés Iniesta.
 
“No tenía pinta de futbolista… ninguna pinta”, describe Bruno Moral, compinche primitivo de Andrés en las infantiles de Albacete. Verdaderamente Iniesta no tiene pinta de futbolista: sus brazos no están tatuados, no tiene musculatura fornida, ni corte de pelo moderno. Calvo, medio paliducho, Andrés Iniesta se ríe de la pelota —o con la pelota— mientras los encargados de etiquetar, eternos sobadores de turno, quedan turulecos, pateando al aire, buscando la pelota que Andrés con habilidad de mago y cintura de hilo supo mostrarles y esconderles, engaño mediante.

 
Lo apodan el cerebro; también el oficinista. De pibe era el diablillo: sus enganches y sus giros, sus frenos y sus arranques resultaban demoledores para los demás. Aunque pensándolo bien, Iniesta sí tiene cosas de oficinista: él juega su juego en ese contexto, encontrando espacios donde no los hay, entre las piernas de caminantes, bancarios, cirqueros y feriantes. Las apariencias engañan —bien lo sabrá Iniesta—, porque una historia menos conocida fue su tormento personal en pleno auge del equipo de todos los tiempos. El de Messi, Xavi, Piqué, Busquets y Guardiola. El de Iniesta, claro, también.

 
Hijo de padre albañil y madre dueña de un bar en Fuentealbilla, Andrés recorría todos los días 46 km hasta los campos del Albacete donde desplegaba su fútbol. Muchas veces este recorrido se tornaba calamitoso; nada, de todos modos, que no conozcan los cientos de millones de jóvenes que día a día transitan su camino aún más dificultoso. Sus cualidades fueron indiscutidas, pese a su apariencia de niño blando. Sin ser corpulento, con la camiseta desbordándolo por lo grande, Iniesta fue ganándose su lugar y el aprecio de sus observantes. Su objetivo, sin embargo, nunca dejó de estar claro: era el niño manchego que soñaba despierto, “que bailaba con el balón en los pies para lograr que su padre bajara del andamio”.

 
A su familia no le sobraba nada, otro guiño a las apariencias. Sus padres —cuenta la gran autobiografía “La jugada de mi vida”— realizaron un esfuerzo monumental por comprarle sus primeras botas, unas Adidas. Pero hubo un competidor empedernido, al acecho. Los cazatalentos de la Nike, hicieron de Iniesta su bandera comercial, ya siendo jugador del primer equipo del Barcelona.

 
A los doce años, Iniesta llega a La Masía, la cantera de reconocimiento mundial con la que, desde hace años, fenómeno Cruyff de por medio, sueñan todos los pibes del mundo. Este fue, en verdad, el primer gran tormento que le tocó atravesar. La separación de sus padres, su hermana y su abuelo, resultó ser terriblemente traumática. Lloraba todas las noches, no probaba bocado, se sentía deprimido y angustiado, aún con su corta edad. El desarraigo resultó ser demoledor, pero supo imponerse a las circunstancias, luchando contra la utopía. Es la de Iniesta una clara historia de persecución de sueños y de ferviente lucha contra la corriente. Historias de superación propia, que conmueven y contagian. Sin embargo, no hubiese sido posible llevarlo a cabo sin la férrea posición de su madre, que aguantó en los momentos más difíciles, a diferencia de su padre y su abuelo que reiteradamente pensaron en sacarlo de La Masía. El tormento era compartido.

 
La turbulencia pasó. Andrés se amoldó —y vaya si lo hizo—. Tras la Nike Cup, tras ser reconocido por el Guardiola jugador, Iniesta llegó al primer equipo. Y jugó y demostró. Y cambió el partido radicalmente con su entrada en la final famosa del 2006 contra los gunners de Henry y Wenger. Victoria que, de todos modos, dejó en Iniesta un gusto amargo por la inentendible decisión del técnico Rijkaard de dejarlo en el banco de suplentes, a pesar de ya ser un pilar del mediocampo en el equipo.
 

Iniesta logró una identificación suprema con los colores y la tradición barcelonistas. Su presencia llegó a ser considerada vital y fue uno de los símbolos de aquel Barcelona histórico, el de Pep. Equipo que también atravesó momentos de turbulencias, las primitivas, las del periodismo resultadista y descreído. Para eso no cuenten con Iniesta, porque desde el día uno manifestó su apoyo a Pep Guardiola —su ídolo— y su estilo de juego. Que que no oya las críticas, que no les haga caso. Había destino de gloria; “vamos de puta madre”, le dijo.
 

En ese 2009 llegó el triplete, el fútbol total e inigualable del Barcelona, la parábola inmortal de Stamford Bridge, frente al Chelsea. Y el segundo bajón en la carrera del crack. Justo en el momento de mayor algarabía y reconocimiento, su pierna derecha dijo basta. Su apodo, ese de cerebro, resultó ser un oxímoron: por esas cosas que el destino no comprende y la magia no conjura, las piernas del cerebro no hacían lo que su cerebro mandaba. Ni haber conocido a su esposa, “el amor de su vida”, logró impulsarlo y desterrarlo de semejante vaguada. La aparición heroica frente al Chelsea, hicieron crecer en la figura de Andrés aquella mística de jugador de los grandes momentos; aquello de saber estar en el lugar justo en el momento justo. Quién lo hubiera dicho en Iniesta, manchego tímido definitivamente decidido a desafiar a la apariencia. Pero esto no fue todo.
 
El haber dado en la tecla de su lesión hizo crecer el ánimo de Andrés exponencialmente. Supo entender que la oportunidad del Mundial de Sudáfrica le daba una suerte de revancha frente a su lesión y, por sobre todas las cosas, frente a la dolorosa muerte de su gran amigo, Dani Jarque. Dani era figura y símbolo del Espanyol, rival histórico del Barcelona. Sin embargo, la tradición también aparenta y engaña: Espanyol no puede siquiera hacerle fuerza al Barcelona últimamente en sus enfrentamientos; Piqué solo vale el quíntuple de toda la plantilla albiazul.
 

La imágen es conocida. Iniesta la rompió en Sudáfrica y supo estar, una vez más, a los pies de la gloria y del mundo al conectar esa volea inolvidable en el tiempo suplementario de la final frente a Holanda. Y el mundo vio la dedicatoria en su remera blanca, bajo la azul de la selección española: “Dani Jarque siempre con nosotros”. Y conocieron, apenitas por arriba, la conclusión de un círculo que aparentaba gloria y felicidad, pero que escondía, entre tanta cámara y reflejo, una historia de sensibilidad, tremendamente profunda.
 

Ocho años han pasado, solamente, para que lo que entonces parecía cierto, hoy quizás no lo sea tanto, al menos en los resultados. El fútbol de posesión y toque ha perdido terreno frente al juego directo y especulativo. Rusia 2018 también se ríe de las apariencias: de otro modo, Alemania y España y Brasil y —quién sabe— Argentina, no se hubieran despedido prontito, casi sin dar lo que de ellas se esperaba, lo que ellas aparentaban.

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