sábado, 10 de septiembre de 2016

Bichos raros

Por Andrés Canta Izaguirre (socio del C.I.H.F.).

¿Cómo se origina la simpatía, la pertenencia, el ser hincha de un determinado club?. Si nos ponemos a indagar nos encontraríamos con un mar de situaciones, algunas insólitas otras más comunes. Nuestro socio explica la suya que hasta participó en un concurso literario. 
No nacimos en el barrio. Es más, nunca vivimos ni siquiera cerca. Mi hermano Eduardo y yo heredamos la pasión por VÉLEZ de nuestro padre, que un día cruzó el Río de la Plata desde Montevideo con su familia a cuestas, buscando su (nuestro) destino. Nos criamos en Belgrano, donde aún vivimos, y donde Edu hizo toda la primaria y la secundaria. Yo, en cambio, me recibí de perito mercantil en el Nacional y Comercial de Vicente López, zona donde encontrar a un fortinero era una especie de milagro.
Con mi amigo Alejandro pasó otro tanto. Sus primeros años transcurrieron en José Ingenieros. Luego se mudó con los suyos a Olivos. Con padre de Boca y hermano mayor de Almagro, Alejandro fue siempre el único hincha de VÉLEZ de la familia. A veces pienso que se hizo fortinero de jodido que es nomás. Para los tres, cada uno en su ámbito, decir que éramos de VÉLEZ equivalía a caer sin vueltas en la categoría de “bichos raros”. Si hasta Manuel, un vecino de casa, cuando le contamos de qué equipo éramos hinchas sentenció con sinceridad brutal: “¿Son de VÉLEZ? ¡Éstos son locos!”.
Conocí a Alejandro en la facultad gracias a que un día un compañero me dijo: “¿Vos sos de VÉLEZ? En el otro curso hay un flaco que también”. Quizás omitió, por prudencia, su impresión de que ambos éramos marcianos. Al año siguiente coincidí con Ale en una materia y nos hicimos amigos. El primer partido que vimos juntos fue un VÉLEZ - River en el Amalfitani. Gritamos como locos y nos dimos el primero de muchos abrazos festejando cuando el cordobés Salazar la mandó a guardar de penal en el arco donde estábamos nosotros; y rumiamos bronca cuando, faltando poco, un tiro desde lejos del Loco Enrique selló el empate final, del otro lado.
El título del Clausura 1993 nos encontró a los tres junto a mi viejo, Racana y Augusto —otros dos incondicionales— en La Plata, durante aquella tarde helada del 8 de junio, donde nos sacamos la mufa de casi 25 años sin gritar campeón. Y al año siguiente vivimos como un largo parto la Copa Libertadores, pasando a lo guapo en la fase de grupos cuando nadie daba nada por VÉLEZ. Claro, tenía que vérselas con Boca y los brasileros Palmeiras y Cruzeiro. Pero ese equipo era capaz de cualquier cosa y se dio el lujo de poner suplentes en el último partido porque ya estaba clasificado.
En las etapas posteriores nos tocó sufrir en las definiciones por penales contra Defensor en octavos y Junior de Barranquilla en semifinales. Y así llegamos a la final con el gran cuco: el São Paulo de Telé Santana. Recuerdo las sensaciones encontradas al salir de la cancha luego del partido de ida. Estábamos contentos por el triunfo, pero al mismo tiempo, esa victoria por la mínima diferencia nos sabía a poco para la revancha en el Morumbi.
Con papá y Edu estábamos acostumbrados a seguir a VÉLEZ siempre, pero lo cierto es que salvo algún viaje puntual a Rosario cuando definimos una Liguilla contra Newell’s en Arroyito (0-1 con gol de Saldaña) y otro viaje épico a Córdoba (el día que le tiraron el rollo de papel a Ortega Sánchez y se suspendió el partido en cancha de Talleres), nunca habíamos hecho grandes distancias para verlo. Ir a Brasil nos parecía un sueño loco que de a poco empezábamos a desterrar al ver que la ventaja lograda en el Amalfitani era exigua y que, además, el viaje costaba sus buenos mangos. Fue Alejandro el que nos convenció de que estábamos ante un hecho único en la vida, irrepetible: “No importa un carajo el resultado del partido de ida ni la plata. En el Morumbi tenemos que estar”. Su convicción fue determinante. Sin embargo, mi viejo se bajó al toque. Qué ironía, justamente él, que nos contagió la locura por VÉLEZ tuvo un momento de frialdad y decidió no ir.
Ese miércoles temprano una horda azul y blanca, de la cual formábamos parte con orgullo, copó el aeropuerto de Ezeiza e hizo retumbar en los salones el grito de guerra: “Nos vamos para San Pablo de la cabeza, porque a esta banda loca no le interesa, vamos a traer la Copa para el barrio de Liniers…”, ante la mirada entre atónita y asustada de los demás pasajeros. Luego vino una espera tremenda hasta que los micros pasaron a buscarnos por la terminal aérea paulista: vimos morir la tarde y llegamos a pensar que no íbamos poder estar en el partido. Pero los micros por fin vinieron, la policía abrió un callejón en la ciudad para que pasáramos y respiramos aliviados cuando divisamos desde varias cuadras antes un Morumbi rugiente y lleno de luz. Sólo quedaban libres los lugares que íbamos a ocupar los casi tres mil fortineros que viajamos. Nunca había sentido con tanta intensidad el estruendo de una multitud.
Rememoro el momento del ingreso y recuerdo que intentaba decirles algo a Ale y a Edu pero aunque gritaba no me escuchaban. El clamor era tremendo, atronador. Al principio nos dio la impresión de que los brasileros repetían dos palabras en un aullido sin fin y que ponía la piel de gallina. Cuando fuimos acostumbrando el oído nos dimos cuenta de que era una sola: “Bicampeão”. Hacían alusión a un detalle que a esa altura casi habíamos olvidado: el São Paulo había ganado las dos ediciones anteriores de la Copa en forma consecutiva y la multitud consideraba poco más que un trámite ganar la tercera esa noche.
Nos ubicaron en la parte baja, cerca de uno de los banderines del córner. La imagen al pisar la tribuna y ver el estadio completo y vociferante fue un shock que no olvidaré mientras viva. A partir de ese momento todo se desarrolló como en un sueño. Contrariamente a lo que se podría pensar, sentía una gran calma. Y no porque me supiera ganador. Me parecía simplemente imposible estar viviendo eso. Con el mismo resultado de Buenos Aires —pero esta vez a favor del local— vendría la locura de la definición por penales. Ante cada penal convertido (¡qué bien los patearon esa noche, por favor!) me encontraba fundido en un abrazo con un flaco rapado que estaba al lado mío. Nos abrazábamos como si fuéramos hermanos, a pesar de que nunca nos habíamos visto antes. En esa tribuna, la noche mágica en que el tiempo se detuvo para siempre, quedaron nuestras voces, nuestro sudor, nuestras lágrimas y una foto que un desconocido nos sacó y que nunca pudimos conseguir. En algún rollo perdido (no había cámaras digitales ni celulares por esos tiempos) estará la imagen radiante de nosotros tres. Los “bichos raros” en el Morumbi.
Imagen: Chilavert rechaza ante el embate de Euller y la atenta mirada de Trotta.



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